Avanza la integración comercial en el mundo civilizado: la mayor parte de los argentinos sigue sin enterarse
Avanza el TLC entre Canadá y la Unión Europea.
Argentina es un país para pocos. La mayor parte de sus habitantes viven aislados del mundo civilizado. La clase dirigente sólo está capacitada para cuidar los intereses de su propio clan. Los principales debates públicos tratan de cuestiones del pasado. Las energías se focalizan en cómo distribuir pobreza en lugar de crear riqueza.
En un entorno tan decadente, es esperable que los principales eventos que están ocurriendo en el mundo pasen completamente desapercibidos, tales como el avance de las negociaciones para crear un Tratado de Libre Comercio (TLC) entre Canadá y la Unión Europea (¡dos grandes productores de alimentos!) o los esfuerzos titánicos que está realizando el gobierno uruguayo para gestionar un TLC con la UE y China.
Muchos de los argentinos que hablan maravillas de Australia no saben que a comienzos de los años ’80 –acá nomás– esa nación tenía una matriz económica similar a la presente actualmente en la Argentina. Había inflación, desempleo y desánimo. Tenían la autoestima por el piso: incluso el entonces presidente de Singapur los había calificado como “pobre basura blanca”.
Pero en marzo de 1983 fue elegido en Australia un nuevo gobierno de centroizquierda encabezado por un sindicalista, Bob Hawke, quien eliminó gradualmente todas las protecciones que impedían la libre importación de muchos bienes (como vehículos, vestimenta y calzado) para focalizarse en incrementar las exportaciones en las áreas en las cuales los australianos son competitivos (como minerales, petróleo, trigo, carnes o vinos). El resultado: más de treinta años de desarrollo económico. Los australianos son lo que son porque cambiaron.
Toda creación se origina a partir de la devastación de un orden precedente. La tarea de Hawke no fue sencilla: debió enfrentar a diferentes lobbies proteccionistas que buscaron siempre la manera de desgastarlo para intentar conservar sus privilegios (menos mal que no pudieron lograr su cometido: hoy serían un país tan mediocre como la Argentina).
La mayor parte de la embrutecida población argentina cree que es posible hacer algo nuevo sin dejar atrás lo viejo. Es como si un maratonista obeso se presentase a competir convencido de que tiene posibilidades de salir en los primeros puestos. Aunque nos creamos los grandes campeones, en muchas regiones –algunas vecinas– nos ven como seres patéticos.
Buena parte de la gloria argentina –que nosotros increíblemente aún usufructuamos– se construyó aprovechado las oportunidades presentes más de un siglo atrás para alimentar a cientos de millones de personas en el mundo. Actualmente ese ciclo vuelve a repetirse: pero ahora son miles de millones los consumidores potenciales de alimentos.
Somos nosotros –solamente nosotros– los que debemos decidir si queremos seguir siendo una factoría sojera dedicada a cuidar la renta extraordinaria de lobbies proteccionistas o si nos animamos a construir una agroindustria generadora de empleo agregado que termine siendo (en serio, no términos discursivos) el supermercado del mundo.
Ezequiel Tambornini