Ni pelÃculas ni museos: nada tiene sentido si primero no se promueve la cultura del trabajo
Un drama argentino.
En los últimos dÃas apareció gente muy preocupada por la cultura. Hablaban de la importancia de las pelÃculas. También de los museos. Imposible no estar de acuerdo. Pero si la idea es que eso –como cualquier otra actividad bancada por fondos públicos– siga siendo sostenible, entonces las pelÃculas y los museos no deberÃan ser la cuestión prioritaria. La clave es fomentar la cultura del trabajo. Y más especÃficamente del trabajo del sector privado, que es dónde se originan los recursos a partir de los cuales, mediante el cobro de impuestos, el Estado puede hacer todo lo que hace.
Pero en la Argentina –más allá de los discursos– la promoción del empleo privado no figura en la agenda de prioridades. No está demás preguntarse, si usted, por ejemplo, es un extranjero que acaba de llegar al paÃs, cómo es que esta gente –los argentinos en general– piensa financiar al Estado. La respuesta es sencilla. Ayer con emisión monetaria. Hoy con endeudamiento. Mañana quién sabe.
La carga impositiva que el Estado aplica sobre el empleo privado es tan desproporcionadamente elevada que opera como una invitación a deshacerse de trabajadores en épocas de crisis. Y eso es precisamente lo que viene ocurriendo. El fenómeno se torna mucho más obsceno cuando nos enteramos que, pese a estar quebrado, el Estado en su conjunto –nacional, provincial y municipal– sigue aumentando el nivel de empleo público.
Todo lo que hace el Estado es considerado como un derecho adquirido inalienable tanto por sus benefactores como por sus beneficiarios. Todo lo que el sector privado no puede hacer por falta de recursos, en cambio, es percibido como una circunstancia propia de la naturaleza de la dinámica económica. Ambos órdenes –estatal y privado– cuentan con tablas axiológicas diferentes.
El Presupuesto 2017 de la Administración Pública Nacional proyecta recaudar 698.814 millones de pesos en concepto de aportes y contribuciones a la seguridad social, una cifra equivalente al 27,5% de la recaudación total. Con esa mochila cargada de piedras, cualquier polÃtica de promoción del empleo es una mera fantochada. Y si a eso le sumamos un tipo de cambio sobreapreciado, se trata de un momento ideal para traer tecnologÃa que automatice procesos productivos (siempre y cuando, claro, se tengan los contactos necesarios para sortear a la burocracia estatal).
Los funcionarios de cualquier ámbito público, cuando les toca administrar fondos públicos, no tardan en darse cuenta –por más capacitados y honestos que intenten tratar de ser– que todo en las diferentes estructuras estatales está diseñado hace décadas para asegurar su propia autoconservación a través de la parasitación de los integrantes del sector privado, quienes actúan como auténticos siervos de la Gleba modernos, pues, aunque saben que son esquilmados, perciben que no existe otro orden posible de las cosas.
El proceso de parasitación, lamentablemente, es contagioso. Y no tarda en extenderse a muchos sindicalistas y empresarios que deciden aprovecharse del creciente poder del aparato estatal para armar cotos de caza privados para empomarse (por partida doble) a trabajadores y consumidores.
AsÃ, en un ecosistema tan tóxico, la cultura del trabajo queda reducida a meras actitudes vocacionales provenientes de esfuerzos individuales, las cuales, por su extrema fragilidad, pueden llegar a evaporarse en cualquier momento.
Podemos seguir hablando durante dÃas sobre pelÃculas. Museos. Pero la realidad es que nada de eso tiene importancia para las personas desempleadas. Para los jóvenes que no consiguen trabajo. Para los empresarios que tienen que hacer magia financiera para pagar sueldos a fin de mes. Para los que están pensando en cerrar la persiana. Y para los que ya la cerraron.
Ezequiel Tambornini