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Argentina necesita una revolución de las instituciones para revertir casi un siglo de decadencia

Los argentinos suelen mencionar a Australia como ejemplo a seguir para poder ser algún día una nación desarrollada. Pero muchos no saben que cuatro décadas atrás Australia era una nación con problemas económicos, tales como inflación y desempleo. Los cambios se lograron cuando dejó de ser una economía cerrada. Pero el aspecto clave no es lo que hizo –las recetas al respecto son similares en todas las naciones ordenadas, incluyendo el caso de algunos países latinoamericanos– sino cómo se logró el consenso para permitir el cambio de paradigma y lograr la aprobación de las leyes requeridas.

Me tomó mucho tiempo entender por qué en Australia todo funciona. Y en el mismo proceso creo haber entendido porque Argentina no logra arrancar a pesar de contar con importantes recursos intelectuales y naturales. Encontré que para cada problema que tiene Argentina, Australia tiene un sistema en alguna de las instituciones que lo previene.

En Australia, por ejemplo, existen leyes que obligan a todas las instituciones públicas –desde todas las áreas ministeriales en el Estado federal hasta una pequeña comuna con unos pocos miles de habitantes– a producir reportes de gestión anual, con indicadores fáciles de leer, que muestren el valor que cada área agrega. En la Argentina, en cambio, esta misma tarea resulta una misión imposible al no poder conocerse el detalle de los gastos de las diferentes dependencias públicas (algo que no es, por cierto, casual).

Además, debajo de los ministros (políticos) están los departamentos o agencias que tienen un presidente o secretario a cargo, quien suele ser un burócrata del Estado que, en general, no cambia con la asunción de un nuevo gobierno. Eso implica que los políticos partidarios no hacen gestión del presupuesto, por lo que no pueden gastar para ganar elecciones, es decir, no pueden hacer populismo. Hay muy pocos políticos partidarios en todos los niveles del Estado: cuando asume un nuevo gobierno, cambian solo dos o tres políticos en el equivalente a un ministerio.

Los instrumentadores de gran parte de la apertura económica australiana fueron los líderes del Partido Laborista Bob Hawke y Paul Keating, quienes gobernaron la nación entre 1983 y 1996. No se trató de un proceso sencillo, porque debieron enfrentar a intereses económicos y sindicales que hicieron grandes esfuerzos para mantener cerrada a la economía.

La apertura económica fue una decisión política, pero se instrumentó en los hechos gracias a que las instituciones en Australia no están contaminadas por la política partidaria. El gobierno de Bob Hawke se encontró ante una recesión y decidió, a pesar de eso, tomar una recomendación que la Comisión de Industria (conformada por funcionarios no partidarios) había hecho cuatro años antes: encarar un proceso de apertura económica.

Las recomendaciones realizadas por la Comisión de Industria habían sido elaboradas a partir de consultas realizadas a todos los actores potencialmente afectados por la apertura económica, de manera tal de considerar cada situación particular para facilitar el futuro consenso.

En el sistema argentino, en cambio, las reforman se proponen desde ámbitos políticos partidarios, lo que dificulta la búsqueda de consensos. Y por lo general se terminan aprobando “parches” por el escaso o nulo consenso logrado.

El problema de Argentina está en las instituciones: todo lo demás es solo un síntoma. Querer curar la pobreza o la inflación sin primero reparar al sistema es como querer curar la fiebre con hielo.

Argentina está siendo empobrecida desde hace décadas porque los políticos tienen tomadas las instituciones y malgastan el dinero de los contribuyentes (y el de los prestamistas voluntarios y también los de última instancia). Con instituciones gestionadas de manera profesional, independientes del poder de turno, Argentina sería un país próspero.

El secreto de Australia está en el hecho de que las instituciones no están capturadas por políticos partidarios porque existe una clara separación entre el gobierno (los políticos partidarios) y la administración de los recursos públicos (los burócratas). Los políticos deciden en qué priorizar el gasto, pero la gestión de los recursos está en manos de administradores que son responsables por el presupuesto y están obligados a emitir reportes claros que no se pueden dibujar.

Esta diferencia se ve muy clara en el ámbito municipal, donde los concejales son vecinos elegidos en representación de diferentes distritos (no son políticos partidarios). Los concejales electos contratan en el mercado de trabajo a un CEO y lo ponen a cargo de la estructura corporativa de gestión del municipio. Los municipios compiten entre ellos por inversión (instalación de viviendas, comercios, fábricas, agencias estatales, etcétera) y los CEOs que no logran los resultados esperados pueden ser despedidos. Los CEOs compiten entre ellos para administrar municipios grandes que pagan mejores salarios. Algo parecido se repite el nivel de los Estados (provincias).

Cuando las instituciones son sólidas y no el botín del gobierno de turno, entonces la política, sin importar quién resulte electo, cuenta con poco margen de acción para hacer populismo con recursos públicos. Las mejoras en cada área de acción pública surgen de esas propias instituciones y se encauzan como políticas de Estado, es decir, con un horizonte de largo plazo (no promoviendo volantazos de 180 grados con cada cambio de gobierno). Entre los australianos también se mantienen altos niveles de populismo, pero el sistema no les permite a los políticos partidarios de turno utilizar esa condición de la naturaleza humana para acumular poder.

Buena parte de los problemas económicos argentinos –que se agravan década tras década– provienen de vivir en una economía cerrada. Para pasar a ser una economía abierta de manera sustentable se requiere un cambio de paradigma institucional: por más geniales que puedan llegar a ser los integrantes de un gobierno nacional, no podrán hacer nada si las instituciones siguen podridas.

La dinámica es la siguiente: instituciones tomadas por políticos partidarios tienen incentivos para aumentar el gasto y, por ende, los impuestos. Los impuestos altos restan competitividad y generan, en consecuencia, la necesidad de “proteger” a las empresas locales de la competencia externa o sencillamente de la posibilidad de seguir trabajando en un entorno asfixiante. Para “proteger” a las empresas, en lugar de bajarle los impuestos, se ponen aranceles a la importación y eso termina aumentando los precios y bajando la calidad de los productos y servicios en el mercado local. Con este esquema, la mayor parte de las empresas no tienen incentivos para exportar y terminan siendo dependientes del mercado local.

“Un mal sistema vencerá a una buena persona siempre” (William E. Deming). En cada crisis los argentinos buscamos un culpable y nunca nos detenemos a pensar el porqué pasa lo que pasa. Culpar a las personas es una pérdida de tiempo: es el sistema el que produce los incentivos para premiar las conductas populistas y destrozar a quienes no quieren participar de ese juego.

En Australia las diferentes agencias y departamentos tienen altos grados de independencia de la política partidaria. Las diferentes áreas de gobierno tienen objetivos claros y compiten entre ellas por fondos públicos. Están obligados a emitir reportes de gestión comparando indicadores contra años anteriores, donde el que no cumple con sus objetivos queda expuesto en el ámbito público.

Los ejemplos más claros de independencia entre la política partidaria y las instituciones del Estado son las comisiones autárquicas: Comisión de Trabajo Justo, Comisión de Servicio Público y Comisión de Productividad. Estas instituciones trabajan sobre temas sensibles –como reformas de condiciones laborales– por fuera de los ámbitos partidarios.

Cuando un ministro identifica un área que requiere una reforma potencial, solicita, por ejemplo, a la Comisión de Productividad que estudie el caso. La Comisión prepara entonces un documento con detalles de la consulta y se la envía a todos los sectores interesados (empresas, organizaciones sociales, sindicatos, otras áreas del estado, etcétera). Estos sectores responden –con un documento formal– con datos, observaciones y recomendaciones. Luego de algunos meses la Comisión de Productividad compila el aporte de los diferentes sectores en un reporte borrador y se lo envía nuevamente a los involucrados para una segunda ronda de consultas. En algunos casos también se agregan audiencias públicas sobre el tema. Con todos los aportes de los interesados, la Comisión de Productividad prepara un estudio final con recomendaciones al ministro solicitante. Estos estudios pueden llegar a tener de 300 a 1000 páginas, dado que consideran y valoran todas las propuestas recibidas. El ministro recibe el estudio y está obligado a responder formalmente qué acciones va a impulsar (o no) para cada recomendación. El estudio con las recomendaciones se mantiene confidencial por un período de seis meses para darle tiempo al ministro para negociar las leyes en el Parlamento.

Vean que la Comisión de Productividad tiene doble propósito: 1) aportar recomendaciones y consensos para que el ministro pueda negociar los cambios en las leyes (discusiones informadas), y 2) marcarle la cancha al ministro, quien no puede desviarse demasiado de las recomendaciones sin pagar un costo político. La institución, entonces, es más importante que el político partidario de turno.

Argentina necesita un acuerdo entre los tres poderes para iniciar una revolución de las instituciones.

Diego Berazategui. Ciudadano argentino y australiano. Director de la consultora energética Akrom (Australia)

Foto. Australia Zoo

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